viernes, 22 de julio de 2016

Algún día entenderás cuanto te quise



Algún día entenderás cuánto te quise.
Mirarás detrás de tus hombros,
años atrás quizás
y encontrarás nuestro plenilunio
entre tus espejos rotos.

Esa flor blanca seguirá guardada
entre las amarillas hojas de tu diario.
Y yo, siempre de lejos
iré a soplar tu cuello por las noches
confundido en una brisa cualquiera
y rozaré tu mano, y tu mejilla,
siempre de lejos.

31/05/13

miércoles, 13 de julio de 2016

El Arroyo



En la pequeña ciudad que poco a poco fue construida en la cima de la montaña ellos sentían que estaban a salvo. Luego de varios estudios sociológicos, filosóficos y hasta metafísicos, un grupo de cultos maniquíes que como grabadoras gastadas repetían lo mismo sin cesar, concluyó con aburrida elocuencia que jamás podrían sentirse parte del horroroso circo que se había armado en ese mundo y decidieron subir a buscar, como los anacoretas, un recinto donde a tientas esperar una digna muerte.
Es mejor rehacer nuestra vida aquí, como si no pasase nada afuera-se dijeron y empezaron la gigante tarea de subir todas las cosas que le parecían valiosas a la cúspide, la que ellos conocían como el punto más alto. En valijas, barriles y hasta carretas iban sigilosamente durante las noches entre las boscosas distancias que separaban el pueblo de la montaña hasta que un día finalmente, después de un alba común y silvestre que percibieron como epifánico, lograron asentarse definitivamente en su anhelado “nuevo sitio”.
Los líderes eran tres, como los mosqueteros, los reyes magos o las hermanas de la Cenicienta. Tres imbéciles de tamaña caradurez que le permitía sentirse mejor que el resto por el sólo hecho de estar cansados y no tener ánimo de compartir humores con las personas que veían ir y venir del mercado, hablar del mismo partido de fútbol una y otra vez, mirar las mismas revistas y sorprenderse por las mismas cosas.
Al principio, se maravillaban todas las mañanas en su pequeña Babel. Con el tiempo, construyeron sus casas y empezaron a escoger, a dedo por supuesto, a los dignos mequetrefes que podrían ilusionarse como ellos pensando en una vida diferente. Claro que ellos planeaban gobernar y al final, a pesar de sus infantiles ensoñaciones, nacería en el seno de su ambición por mejorar el germen del vicio asqueroso que invade la humanidad como una peste negra, la sed de poder.
Pasaron los años y tres palacios gigantes se alzaron en la colina. Sus conocidos de la vida anterior miraban de lejos esas edificaciones y las ignoraban. Ni siquiera esa curiosidad morbosa que es tan común en la plebe se había despertado. Sin embargo, los tres fundadores de la ciudad de la montaña creían que paulatinamente se convertirían en leyendas y que su nuevo hogar se establecería como un imperio a lo largo y ancho del planeta.
Como pudieron se organizaron para hacer de ese lugar confortable. No tardó en aparecer el primer malentendido, la riña inicial, y conforme las décadas transcurrían la rivalidad entre los amigos terminó por separar la pautada koinonía primigenia convirtiéndola en el mismo infierno del que decidieron huir.
Uno de los tres, sin embargo, angustiado por el sinsentido de su vida, solía perderse en el bosque a propósito e inclusive llegar a tener meses de soledad absoluta, sin saber de un lado ni del otro.
Fue así que en una de sus expediciones, pudo oler entre la paz del verde musgo que lo rodeaba un fuerte aroma a quemado y se alarmó gravemente por pensar que se trataría de algo premeditado, de una nueva guerra o la tan esperada conquista de uno de los bandos sobre el otro. Corrió a un arroyo cercano y se sumergió dentro hasta las narices, seguro de que en ese lugar no habría fuego que logre alcanzarlo.
Luego de unos días, el olor cesó y aparentemente una extraña tranquilidad reinaba en todo el entorno. Aburrido pues de tanto misterio decidió emprender viaje, pero esta vez de regreso a la civilización que previamente había rechazado.
Gigante fue su sorpresa al ver todo el lugar destruido y en la cima de la montaña a lo lejos, aún algunas llamas se elevaban hasta casi tocar las nubes. Un olor a carne quemada se contoneaba entre la tenue humareda y su angustia previa sólo podía conocer ahora la amargura de la completa soledad.
Todos habían muerto. Por fin sus problemas terminaron. Empezó entonces una danza tan libre y desconocida que se sentía parecido a un espíritu. Su cuerpo recorría los restos calcinados como si bailase sobre flores suaves y algunos sonidos que se filtraban desde las arboladas hacían de música para sus piruetas.
Un eco llegó desde lejos como una canción de amor y entonces miró para la montaña. Los recuerdos de los tiempos pasados le parecieron tan vanos y vacíos, ni siquiera el pensar en las risas compartidas despertaba en él la mínima nostalgia.
Pensó entonces “Capaz el muerto sea yo”. Y con total apatía por el asunto, continuó su baile en dirección a los bosques, añorando ese pequeño arroyo que de ahora en más, sería su sitio predilecto en lo que restaba del mundo. 

13/7/16